En el sur, Juan Dahlmann imagina que muere a cuchillo al batirse en duelo con bandidos en un almacén rural.
Simultáneamente es conducido a la muerte en un sanatorio bonaerense, víctima de las nefastas consecuencias producidas por un golpe en la cabeza sufrido semanas antes en el cotidiano acto de subir las escaleras a su apartamento.
Los hombres, nos guste o no, lo asumamos o no, decidimos la vida que llevamos pero rara vez tenemos la oportunidad de decidir como acabarla.
Qué menos que darnos el placer de soñarla a nuestro antojo.
Es lícito decir que Martín Fierro es la marioneta de unas vicisitudes despiadas, de un destino de tragedia griega con olor a cuero curtido y sudor equino pero es innegable que cada decisión es suya. Cada ocasión de pelea la disputa y desde el momento en que desierta y desde el momento en que mata al hombre también sabe que su muerte está sellada, firmada con su mano y aprobada desde arriba.
José Hernández no se atrevió, o no quiso contarla y tuvo que ser Borges quien le diera el empujón en el fin.
En la pulpería en la que llevaba 7 años rasgueando su guitarra y mirando al horizonte esperando a que vuelva el hombre que mató a su hermano y le venció a payadas, El Negro espera justicia y encuentra fatalidad: el peso de la culpa.
Él ya había separado a Fierro de sus hijos con palabras pero eso entre hombres no vale lo que la sangre así que, cuchillos al sol, se batieron para cerrar un círculo que se había quedado a medias. Es posible que ahora El Negro tenga a uno de ese par de hijos, o a los dos, buscándole pero habría que encontrar a alguien que nos lo cuente.
¿Neuman, tal vez?
Bolaño está claro que no, pero al menos nos dejó a Pereda.
El abogado es más valiente y por tanto más afortunado que el bibliotecario.
No se deja amedrentar, no se queda a esperar la muerte en Buenos Aires y se echa a buscar la vida en la Pampa, allá donde no queda nada, pero viniendo de donde lo han robado todo pues a uno que más le da...
A rodearse de conejos, tender trampas, ensuciarse las manos y fruncir el ceño al sol que se va Héctor.
Para cuando vuelve a la ciudad casi no la reconoce y ésta parece que se le apartara como se aparta uno de un perro sucio o de un niño enfermo.
En la última escena un urbanita valiente, el de turno, envalentonado por la mentira, un machote de farlopa que se viene arriba con dos rayas se hace el cowboy y sale a achantar al gaucho viejo y desgastado, a ponerle en su lugar, que no es ese y Pereda cambia su destino.
El de ambos.
Él no es Dahlmann y tampoco El Negro.
Héctor saca a pasear el cuchillo y hace entender al cocainita que el que no le tiene miedo a la nada no le tiene miedo a la muerte, ni a la suya ni a la de otros y que las consecuencias no son más que una palabra demasiado larga.
De donde viene Pereda los cuchillos son la lengua paterna y tras clavarle el puñal en la pierna al chulo se gira y se va, dejando al tipo sin saber qué ha pasado y preguntándose, rodeado de personas que más bien parecen palomas callejeras, porqué ese pinche gaucho viejo y apestoso no entiende que en la ciudad se habla y se empuja pero no se llega a la pelea, que en las reglas está el no pasar de la pataleta.
Al dejar al tipo sangrando Pereda se gira y su andar lo he leído antes en la pluma de Hernández:
Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio y salí
al tranco pa el cañadón.
desaté mi redomón,
monté despacio y salí
al tranco pa el cañadón.
Bibliografía:
El gaucho Martín Fierro y La vuelta de Martín Fierro, José Hernández, revisada y anotada por M. Lugones, Centurión, 1926
Ficciones, Alianza Editorial, Jorge Luis Borges, 1971
El "Martín Fierro", Jorge Luis Borges con Margarita Guerrero, Alianza Editorial, 1983
El gaucho insufrible, Roberto Bolaño, Anagrama, 2003
No puede haber las opciones "divertido", "interesante" y "guay" después de semejante disertación acerca de Borges, Bolaños y José Hernández. O tal vez sí, y resulta que al final yo nunca entendí internet. (Nicolas)
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