martes, 28 de mayo de 2013

Nadie se pierde en una isla

El arcén se había convertido en un intercambiador improvisado.
Angie y yo paramos el coche de alquiler para intentar orientarnos en la isla. Hacía horas que teníamos que estar cenando, los teléfonos se habían quedado sin señal o batería y necesitábamos un respiro para ponerlo todo en orden.


El coche de la segunda pareja se paró detrás nuestro poco después. Una mujer joven, poco mayor que Angie, guapa, con la barriga redonda por el embarazo y un tipo, el padre de la criatura, que la acompañaba.
Ella era una mujer jovial, de esas que se acercan a otras más jóvenes que ellas con alegría y ganas de guiarlas en la vida; de enseñarles los trucos que se saben y volver a tener por un momento una muñeca o una hermana pequeña a la que hacer reír y que la haga reír a ella; alguien con quien compartir intimidades, hobbies y vestidos.
En este caso para ella el hobby era un juego de pelota japonés que consistía en disparar la bola 3 veces tras recitar una cantinela a una persona que la recibiera al otro lado, una pasión que acababa de descubrir en su luna de miel en Tokio.

El tipo… en fin, el tipo se sabía manejar. Era como uno de esos publicistas que traen de cabeza al ejecutivo de cuentas. Uno de esos hombres que las hacen sentirse seguras a su lado; que sabe criar un hijo, que sabe navegar, usar los puntos y las comas, cruzar un río, despiezar un pollo y dosificarse bien la droga.
Una mandíbula cuadrada y firme afeitada hace el tiempo perfecto para siempre lucir bien.

Habían quedado con alguien que se retrasaba así que les tocaría esperar y como las chicas se pusieron a hablar a nosotros no nos quedó más remedio.
Ellas se llevaron mejor que nosotros. Mientras que Angie para la mujer era ella misma en una realidad paralela, para él yo era todo aquello a lo que él había dado la espalda y no quería volverse a mirarlo. Se encendió un cigarro y yo le pedí otro. Hablamos de lo que sea, de que se habían comprado una casa por la zona, de que el momento era el adecuado, al igual que su trabajo, su puesto y su pastor belga.
Al acabar el cigarro yo lo tiré al suelo con un gesto semichulesco y despreocupado. El tipo me miró a los ojos y me pidió por favor, por mi nombre, que lo recogiera y lo dejara en una papelera que había en esa mitad de la nada un poquito más lejos. "no es un gran esfuerzo, Rodrigo", me dijo.
Angie hizo una pausa en su conversación para regañarme con la mirada y sentirse un poco avergonzada y yo, por supuesto, hice lo que el tipo me dijo pidiendo perdón.

En ese momento me di cuenta del chico que estaba sentado al lado de la papelera.
Un chico con una sudadera negra y pelo largo. No sé cómo nos pusimos a hablar, supongo que porque no quería volver al grupo de antes con ese tío y su mandíbula de mierda, y charlamos precipitadamente de lo que es la vida ahora. De los modernos que se llaman modernos entre ellos y te lo llaman a ti, de que para nosotros no fue fácil al principio, que si no teníamos amigos con los que compartir los discos ni nadie con quien cantar las canciones. "Yo fuí el primer tío en llevar el pelo largo en el King's College" le dije, "y un pendiente, ¡con diez años!".
El era del 75, me dijo. Sabía de lo que le hablaba.
Le pregunté cómo llegar al sitio al que nos dirigíamos, que casi se me había olvidado después de todo, pero me dijo que no tenía idea de dónde estaría eso pero que no me preocupara, que en una isla no se pierde nadie.

Volví atrás donde Angie se estaba despidiendo de la mujer con un abrazo. Le dije adiós a ella y le levanté la cabeza a él para despedirme. Ellos se estaban metiendo en su coche y Angie y yo acabábamos de meternos en el nuestro cuando se acercó por la carretera el chico con la camiseta del Barça.
Yo le vi por el retrovisor, medio tapado por el coche de la pareja. Ví cómo Mandíbulas salió en dirección a él, para saludarle, supuse. La mujer se quedó mirando hacia ellos girando la cabeza desde el asiento del copiloto cuando el chico desenfundó y se oyó el disparo.

Una luz naranja.
Vi al hombre desequilibrarse y a su mujer no entendiendo nada.
Otra.
El hombre dio un paso atrás.
Fue un paso torpe, un paso dado por un impulso ajeno a él. 
Como una señal enviada por su cerebro a su cuerpo desde la nostalgia de saber que era la última vez que se comunicarían. 
Como un beso de despedida en el bigote.
Otra.
Y otra...

Nosotros dejamos atrás el cielo poniéndose naranja a borbotones desde el coche a toda velocidad. Encontraron la bala que le mató en la traquea del chico de la sudadera negra, que poco tenía que ver con todo eso. 
En verdad ninguno tuvimos nada que ver, estábamos todos ahí por casualidad menos ellos, que tenían una cita. 

Fue todo cosa de ellos tres, ahí nadie más tuvo la culpa. 
Nosotros solo nos habíamos perdido.