jueves, 26 de noviembre de 2009

El caníbal de Kastelorizo

La soledad del hospital de campaña de la isla de Kastelorizo se volvió indecorosa.



Durante los meses de abril a julio de 1945, una villa abandonada sirvió de hospital de campaña, depósito de cadáveres, albergue de unas cuantas enfermeras y soldados neozelandeses esperando un traslado que no llegaba y la improvisada cárcel de un monstruo que nunca nadie llegó a ver.

Los neozelandeses destinados allí llevaban una larga guerra a sus espaldas.
Habían sido destinados al norte de África en 1939, una división entera, y según ésta fue perdiendo efectivos y la guerra se iba desarmando allí y armando acá, los fueron moviendo entre Italia y Creta.
Su último destino sería la isla griega.
Con ellos viajaron algunas enfermeras y heridos leves a los que no se podía repatriar (Australia y Nueva Zelanda tuvieron muchos problemas logísticos debido a su lejanía, además la proximidad de Japón las convertía en un objetivo fácil).
Pensaron que pasarían tranquilamente las últimas semanas de transición de guerra a paz pero no fue exactamente así.

Se instalaron los heridos y las enfermeras en un hospital improvisado en una villa con un sótano y dos plantas que contemplaba, pacífica, un lago redondo y manso como una piscina de formol.

Al llegar se informó a las enfermeras de la distribución del recinto:
La planta baja se había diafanado a golpe de bomba y martillo y en lo que quedaba en pie se repartían camastros y camillas, ya casi vacías, y mesas y sillas de un comedor adjunto.
Arriba estaban las habitaciones de las enfermeras, un cura que había vuelto a la parroquia y algunos cuartos vacíos que se usaban para cualquier cosa.

El sótano se había convertido en una pequeña galería de los horrores.

Entre los almacenes y los cuartos de servicio se encontraba la sala de calderas, donde había varias bañeras adosadas dejando pequeños pasillos entre ellas.
No se sabe si una enfermera taxidermista, un soldado obsesionado con la repatriación de su propio cadaver o el médico inglés que había vuelto a casa unas semanas antes de la llegada de los neozelandeses, pero alguien, había instalado toda una planta de conservación de cadáveres casera.
Un monumento blando a los caídos de la guerra.
Casi nadie bajaba al sótano. Eran tiempos de volver la espalda a la muerte, al horror.

Al cabo de unas semanas, en mayo, la guerra acabó.
Se les dijo a todos que volverían a casa pero no fue así.
Primero se fueron los italianos y con ellos las otras pocas enfermeras que quedaban.
Al poco tiempo les tocó a los ingleses.
Para junio de 1945 los soldados y las enfermeras australes pensaron que Nueva Zelanda había sido arrasada por las bombas japonesas pero que nadie se atrevía a decírselo y que ahí se quedarían, esperando para siempre a ser retornados a un lugar que ya no existía sobre el mar.
Hubiera sido mejor así porque el abandono de los héroes de guerra es vergonzoso.

Dicen que antes de partir las enfermeras italianas tuvieron una fuerte discusión.
En una habitación del sótano, pasado el depósito improvisado, había una cámara frigorífica que había dejado de funcionar hacía años, cerrada por un candado.
El personal tenía prohibida la entrada y la puerta, rezaba una de las normas del hospital, no debía abrirse nada más que por la supervisora aunque ella nunca lo hizo. La única en entrar era una enfermera joven y, según Jesús Hernández, el cronista de la historia y autor de Enigmas y Misterios de la Segunda Guerra Mundial, pelirroja.
Tras la discusión que acabó con las enfermeras dejando atrás a la muchacha pelirroja se confió un secreto y se planteó un dilema:

La muchacha les contó a las 2 enfermeras de Nueva Zelanda que en la cámara había una persona encerrada.
Un hombre de mediana edad, robusto al que todos llamaban el ruso, aunque nadie le oyó pronunciar una palabra en ese idioma. Desde hacía meses nadie le había oído pronunciar una sola palabra, de hecho.
Le habían anclado al techo de la cámara con cerrajería y cuero, imposibilitando cualquier movimiento, acusado de haber devorado a un crío poco antes del incendio de 1944.
Estando solas y al mando, las enfermeras tenían que elegir entre seguir como hasta ahora, ignorando la existencia del detenido, haciendo como si la discusión nunca hubiera tenido lugar, como si la muchacha pelirroja nunca las hubiera implicado y dejar que el hombre muriera de inanición sin perjuicio para nadie o por el contrario ocuparse de él.
Pero ¿para qué? ¿hasta cuando?

En caso de no hacerlo, ¿podían dejar a un hombre morir de hambre y sed sin pruebas claras de lo que había hecho? ¿Sí lo había hecho siquiera?
Si tan solo no les hubieran dicho nada...

Un soldado al que le contaron la situación fue a la policía a advertirles de lo que sucedía.
Fingieron no entender su idioma y fue imposible hacer que le acompañaran a la casa.

Una tarde hubo un naufragio cerca de la costa. Familias enteras que regresaban, soldados que volvían de la guerra, jornaleros que buscarían trabajo ahora que la guerra por fin había acabado. Casi todos se ahogaron.
Los pescadores sacaron los barcos para ayudar a rescatar los cuerpos, los neozelandeses, sintiendo que por fin podían hacer algo que les apartara de su mísera y desidiosa espera se echaron al mar y las enfermeras pusieron en marcha de nuevo el hospital para asistir a los heridos.

Al acabar las labores de rescate el pueblo se sumió en el silencio.
Solo quedaba el sonido que hacen los cadáveres pescados en el mar; ese sonido viscoso entre lonja y balsa atracada.
Un sonido que llegó multiplicado por el eco al depósito improvisado junto a la cámara frigorífica del caníbal en custodia.

Las enfermeras trabajaron si parar ayudando a los pocos supervivientes, restaurando los cuerpos para ayudar a identificarlos y a enterrarlos, conservando, a la espera de que alguien los reclamara, a los que no se pudo identificar. En algún momento el ruso dejó de estar en sus memorias, sencillamente se olvidaron de él.
Dejó de existir.

Durante ese episodio nadie entró a la cámara donde se le mantenía vivo a la espera de su muerte.
El reo disponía de una caña larga y flexible con la que absorbía la comida licuada y el agua que le dejaban en un cubo en el suelo. Sus excrementos caían del techo y nadie se preocupaba por limpiárle, ni a él ni su habitáculo. Se daban manguerazos con agua y se tiraban cubos con lejía y amoniaco. El olor era insoportable. No me explico como pudo sobrevivir a sus infecciones.
Cuando al cabo de días sin reparar en él, por fin una de las chicas se apresuró a ver sí el preso seguía vivo o ("no sin cierto alivio") había muerto por falta de atención ("un homicidio accidental, un descuido, propiciado además, por la atención que se debió prestar a los damnificados; no había a quien culpar por su muerte si esta había acaecido...") notaron la luz que entraba desde el otro lado del cuarto.
El agujero en la pared.
Los trozos de metal y cuero colgando del techo.
El bostezo que devolvía el vacío de la cámara frigorífica.

Se oyó el grito por todas partes y en cuestión de minutos el pueblo entero estaba movilizado.
Quién sabe hace cuánto se había fugado. Faltaban miembros a alguno de los cadáveres de las bañeras, pedazos de carne.

Durante tres días el pueblo no durmió.
Se hizo gris.
Los soldados eran los únicos que intentaban apresar al ruso desaparecido, el resto se escondió en sus casas, paralizados por el miedo, con las pocas armas que tenían apretujadas entre sus dedos.
A la mañana del cuarto día desapareció una barcaza. Junto a ella el cadáver de una cría que había muerto en brazos de su madre en el naufragio. En la villa se volvieron a oir gritos.
En las puertas de las habitaciones de las enfermeras que le cuidaron, el ruso (supuestamente) dejó unos trozos de carne en señal de agradecimiento, como los gatos cuando llevan a sus dueños un pájaro muerto o una lagartija decapitada.
Los soldados se habían esforzado tanto en encontrarle que no se dieron cuenta de que el ruso estaba siempre dos pasos por detrás de ellos...

Al cabo de unos días repatriaron al destacamento. Algunos decidieron quedarse.
Aún hoy en Kastelorizo hay una gran comunidad neozelandesa y australiana.
El ruso, en caso de serlo, un antecesor de Andrei Chikatilo, desapareció en el mar.
No se encontraron los restos de la niña.
Nadie entendió los motivos de la muchacha pelirroja.

2 comentarios:

  1. ¿De dónde te has sacado esta historia? Estupenda, y estupendamente contada. Un saludo.

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  2. Gracias, Roberto!
    "Bizarreces" que me encuentro y que comparto.

    Dale al link que incluyo en el post de Enigmas y Misterios de la Segunda Guerra Mundial y mira si te deja descargártelo.
    Hay cosas buenas ahí.

    Un abrazo.

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